UN NIÑO DE NUESTRA PROPIA RAZA VINO A SALVARNOS

¿Qué podríamos decir de José y de María, como los padres de Jesús?

Óiganlo bien. Desde tiempos inmemoriales, los artistas, pintores, escritores y poetas con altísimas sensibilidades humanas nos han mostrado la figura de José como un viejo venerable, que sostiene entre sus manos una vara de nardo. O también, la figura de un ebanista, con vestiduras impecables, posiblemente demasiado pulcro para aquellos tiempos. Se olvidan del papel de la garlopa que llevaba entre sus manos para pulir y afinar los detalles de carpintería y se resalta con mayor fuerza los juegos de entrenamiento con su hijo. Dos imágenes, que tal vez no nos muestran la realidad histórica de José como el robusto obrero, o como el carpintero de Nazaret.

Pero aún más, los autores con tinte de exquisitos, que han entrado en estas intimidades bíblicas más profundas hablan de artesano, y en Edad Media, le atribuyen el título de herrero. Así las cosas, no debió ser tan fácil desempeñar su tarea con las características propias de su profesión, pues en esa época de Cristo en Palestina, no se habla de abundancia de madera. Se habla más bien de la robustez de los cedros, de las higueras y de algunos árboles que dan frutas. Y de las casas de Nazaret, se dice que eran rocas excavadas en forma de cuevas o edificaciones pequeñas construidas con piedra caliza, propia del lugar. De esta manera, ninguna prueba se atreve señalar con precisión el oficio de José. Pero, lo que parece ser cierto, es que trabajaba modestamente para ganarse la vida. Su suprema sencillez dibujada en los aportes de sus dos manos jóvenes y en sus aperos de trabajo y María, su esposa, aportaría necesariamente su pureza, su alegría y su amor incondicional para construir el nuevo hogar.

¿Y cómo hablar de María, acaso con la suficiente ternura?

Los escrituristas, entre ellos los evangelistas, dicen que María (Miriam) era virgen y deseaba seguir siéndolo. Sin embargo, estaba esposada con un muchacho llamado José. Los entendidos tampoco se atreven a decir que hubo milagros de carácter sorprendente en su infancia. Era, sencillamente, la llena de gracia; la inundada por la gracia de Dios, sin descartar que podría ser una muchacha misteriosa, por su extraña madurez, para las demás mujeres de su contexto y de su edad. Al parecer, ser virgen era una desgracia para las mujeres de su pueblo. Su ideal era más bien envejecer, pero rodeadas de muchos hijos, como “retoños de olivos” (Salmo 127,3). Sabían que los hijos son un don de Señor, y el fruto de las entrañas, una recompensa (Salmo 126,3). Lo cierto, es que María no debería tener más de catorce años. Una hermosa señorita, en la que la ternura y pureza de su corazón, delineaban los rasgos más femeninos en la delicadeza de su rostro. Y a esta edad, las jovencitas de su tiempo solían casarse. No sabemos si sabía leer o escribir, pero podemos asegurar que conocía la Escritura como su propia tierra. Seguramente le eran muy comunes los salmos y poemas proféticos y muchos de ellos, debía saberlos de memoria.

 ¿De Nazaret puede salir algo bueno?

Sí, señores; empezó todo en una nueva relación, un ángel y una muchacha. Ella, Miriam, estaba convencida de que el matrimonio con José, el artesano, le garantizaría la forma de colocar en Dios la plenitud de su vida. Pero, he ahí la gracia del misterio: Dios estaba enteramente vivo en las entrañas de su corazón. Ella estaba dispuesta para que Dios preparara una morada en ella. Según los escrituristas, la doncella estaba en la edad justa para engendrar; él no tenía edad. Al parecer, los dos estaban desconcertados, porque ella no entendía nada de lo que le estaba ocurriendo; él sabía que el Sí de la jovencita, era suficiente para cambiar la historia de la humanidad.

Con todo, ella en su propia casa, entre gruta y casa a la vez, sin mayores decoraciones que la piedra en su pura desnudez y el adobe. Con toda seguridad para advertirlo en estas circunstancias, que los lugares que podrían revestir de belleza a Nazaret, eran demasiado secos y estériles, por eso a los pintores y poetas no les gusta este decorado y prefieren darle su propio nombre: “Desde la galería esbelta se veía el jardín” (Juan Ramón Jiménez). Fray Angélico decidió componer su escena poética eligiendo “un pórtico junto a un trozo de jardín directamente robado del paraíso”. Dios no eligió un portal tan exquisito. Solamente quiso que un ángel y una jovencita llamada María, la “señora”, aceptara ser la madre del Altísimo. Y que ese Hijo nacido de mujer, casi en la pobreza absoluta, pudiera entenderse como una prodigiosa aventura, en la que un hombre nacido del seno de una mujer, cambiara la historia de la humanidad. Entonces, el milagro más grande de la vida se reveló en Jesús, Niño, que nacido de nuestra propia raza, vino a humanizarnos, humanizándose Él hasta el extremo como hombre y como Dios.

Ese Hijo del Altísimo está entrañablemente entre nosotros hoy. Y esa manera de estar entre nosotros, clama unas actitudes distintas de nuestra parte a las que estamos acostumbrados a vivenciar entre nuestros hermanos. Actitudes y experiencias que tantas veces nos deshumanizan, nos violentan y nos alejan de la imagen y semejanza que Él mismo quiso ofrecernos sin reparos.

Cómo nos cuesta hoy ser más hermanos, ser y tener actitudes y comportamientos parecidas a las de Abel y menos de Caín. Pues, ese Hijo nacido de nuestra propia raza, seguramente viene a hacernos cuestionamientos demasiado exigentes sobre nuestra manera de amarnos y sobre la forma como hemos despilfarrado lo que la madre tierra nos ha dado con abundancia sin término.

En fin, que ese Jesús, Niño, nos ayude a ser más hermanos y a trabajar con más audacia por su Reino.

Antidio Bolívar Enríquez Oviedo.

Pasto, diciembre 11 de 2016.